Revista escandinava de investigación sobre discapacidad.
 

Informando desde los márgenes:

reflexiones de la comunidad académica con discapacidades sobre la enseñanza superior.

Por Jason Olsen, Miro Griffiths, Armineh Soorenian y Rebecca Porter.


Accede al documentos original en Disabled academics on higher education.
Traducción no profesional realizada por ACCIUMRed para lectura personal.

Este artículo se basa en los relatos de cuatro personas con discapacidades evidentes dentro de Instituciones de Educación Superior (IES). Sus experiencias vividas ponen de relieve cómo la adopción de la agenda neoliberal por parte de las instituciones ha garantizado la continua exclusión del personal académico con discapacidades.

Este artículo comparte cómo la implantación de las estructuras empresariales dominantes, y el ethos empresarial, han sido experimentados por el personal académico discapacitado que busca la igualdad de oportunidades educativas y académicas profesionales. Demuestra los impactos personales que pueden producirse cuando las instituciones valoran con vehemencia los ingresos por encima de la inclusión y cuando el personal académico se adhiere a estas normas.

Si las puertas del mundo académico estuvieron cerradas para las personas discapacitadas en el pasado, el neoliberalismo las ha cerrado aún más.

Jason Olsen
Retrato fotográfico de Armineh Soorenian.
Armineh Soorenian
Retrato fotográfico de Miro Griffiths.
Miro Griffiths
Retrato fotográfico de Rebecca Porter.
Rebecca Porter

Introducción

Este artículo sostiene que, aunque las universidades han sido diseñadas históricamente para personal académico sin discapacidades (Stone, Crooks & Owen 2013), la creciente adopción de ideales neoliberalistas por parte de las Instituciones de Educación Superior (IES) ha dado lugar a una mayor exclusión de estudiantes, investigadores y personal con discapacidad.

El neoliberalismo tiene sus raíces en la creencia de que los mercados financieros deben organizar y regular la provisión de bienes y servicios para hacer crecer la economía. Con el paso de los años, las IES se han incorporado a este ethos y ahora se ven a sí mismas como empresas que generan dinero. El resultado es que el valor de una persona como académica depende de si la IES la considera como ‘generadora de ingresos’ o ‘generadora de gastos’.

El alumnado sin discapacidades es ‘generador de ingresos’ para las IES porque paga la matrícula —o el material— pero a menudo requieren una inversión limitada. El personal académico no discapacitado es un ‘generador de ingresos’ porque puede hacer publicidad de la institución en conferencias y actos y trabajar horas extra, a menudo no remuneradas.

Por otro lado, los ‘generadores de gastos’ requieren inversiones para eliminar las barreras a la inclusión. Estas surgen a menudo en forma de ajustes razonables, cambios en las políticas u otras necesidades relacionadas con los impedimentos. Las Instituciones de Educación Superior suelen calificarlas de dificultades excesivas y suelen crear complicados procesos onerosos para obtenerlas. El resultado es que al personal académico con discapacidad se le bloquea el acceso a ayudas que pueden contribuir significativamente a su éxito (por ejemplo, intérpretes de lengua de signos). Esta creencia neoliberal de que la discapacidad es perjudicial para las IES emana regularmente de quienes ocupan posiciones de poder dentro de estas y, a menudo, se manifiesta como un trato negativo por parte de los compañeros académicos.

La adopción de estas actitudes neoliberales por parte de las Instituciones de Educación Superior y de muchas personas miembro del personal hace que las personas con discapacidades se sientan oprimidas. Las personas autoras de este artículo consideraron que sus experiencias con las instituciones educativas se ajustaban a la definición de la opresión que da Dalí cuando afirma: «La opresión es tanto un proceso que provoca la situación como un resultado de la situación por el que se impide a personas individuales y a grupos expresar sus necesidades, pensamientos, sentimientos y realizar todo su potencial» (Dali 2018: 491).

Sin embargo, estas no fueron las únicas similitudes que descubrimos. Descubrimos que nuestras experiencias como académicas discapacitadas también convergían en otros muchos temas.


Nuestras experiencias comunes

A través de nuestras conversaciones, reconocimos que las instituciones educativas de hoy en día marginan y excluyen continuamente a las personas con discapacidades, del mismo modo que se observa en la sociedad en general y en la industria privada (Kitchin 1998). Cada una de nosotras lo sufrimos de diversas maneras, incluso en nuestra búsqueda de ajustes razonables y otras disposiciones que nos permitieran trabajar con todo nuestro potencial. A partir de estas experiencias, reconocimos que, como estructura social, las instituciones educativas no prohíben, sino que mantienen la devaluación de las personas con discapacidades a ciudadanos de segunda clase (Wolfensberger 1998). También identificamos que parte de esto se debía a la adopción por parte de las instituciones del ethos neoliberal, que dio lugar a que las Instituciones de Educación Superior (IES) utilizaran el poder para excluir a las personas con discapacidades y perpetuar las normas discriminatorias contra ellas, en lugar de utilizarlo para no excluirlas (Acheson 2011).

Creemos que esto se ve en cómo, al igual que la industria privada, el mundo académico aplica métodos y enfoques estandarizados al trabajo que excluyen al personal académico con discapacidad. Estos enfoques construyen expectativas de rendimiento basadas en la norma de personas sanas y sin discapacidad estandarizada en toda la sociedad (Wendell 1996). Cada una de nosotras expresó que es la dedicación de las IES a estas expectativas, que contiene la creencia de que estos estándares deberían ser alcanzables, sin ninguna inversión por parte de la institución, lo que bloquea nuestra plena participación y no exclusión del mundo académico. Cuando infringimos estas suposiciones inexactas, nuestras deficiencias se convirtieron en sinónimo de incapacidad (Stone, Crooks & Owen 2013).

Nuestras narrativas personales sobre nuestras experiencias en el mundo académico demuestran cómo estas expectativas y prejuicios sobre la discapacidad, apoyados por una hegemonía académica no discapacitada, perjudican al personal académico con discapacidades.

Nota: Muchas de estas narraciones no contienen todas las barreras en la sombra a las que nos enfrentamos. Jason Olsen describe las barreras en la sombra como:

Barreras que «ensombrecen» las experiencias cotidianas de las personas con discapacidades. Suelen ser invisibles para las personas sin discapacidad, pero están siempre presentes en la vida de las personas con discapacidad. Algunos ejemplos de barreras en la sombra son: falta de asistencia personal; transporte accesible impredecible; fugas de fluidos corporales; o cualquier otra necesidad ligada a nuestras dificultades que interfiera en nuestra participación e impidan la exclusión. Los empresarios y otras personas a menudo desconocen o no reconocen estas barreras, a pesar de que afectan enormemente a la capacidad de las personas con discapacidades para cumplir las políticas y normas sociales establecidas.

Para nosotras, las barreras en la sombra son una cuestión vital. A menudo tenemos que rebatir las políticas paraguas estandarizadas de las Instituciones de Educación Superior antes de luchar contra las políticas neoliberales de estas mismas instituciones relativas a los ajustes y otras necesidades «adicionales». Estas políticas estándar suelen estar diseñadas por personal no discapacitado, lo que nos obliga a explicar cuáles son nuestras barreras en la sombra y que nuestras discapacidades no empiezan y acaban con nuestra entrada o salida del recinto del centro; una cuestión que las instituciones suelen considerar fuera de su ámbito de preocupación.

Las trayectorias históricas ilustran las «prácticas divisorias» de segregar al alumnado con y sin discapacidades (Borsay 1986). Nuestra historia está plagada de ejemplos de institucionalización, entornos segregados y una continua reticencia a apoyar nuestro acceso y permanencia en la enseñanza superior. Para comprender el alcance de las barreras a las que se enfrentan las personas con discapacidades, hay que reconocer que quienes trabajan en las instituciones, a menudo, no han sido conscientes del papel que han desempeñado en la perpetuación de esta división. La noción de barreras en la sombra proporciona una visión importante para comprender las prácticas que las personas con discapacidades han experimentado anteriormente en el acceso a la educación superior, y cómo les afectan en el presente.

Las barreras en la sombra añaden otro nivel más profundo a los requisitos de esta toma de conciencia y proporcionan una visión de la varianza que supone comprender, reconocer y abordar las barreras a las que se enfrentan las personas con discapacidades a la hora de acceder y permanecer en la educación superior, tanto dentro como fuera de los centros. Requieren evaluar cómo se ha negado el acceso y la participación a las personas con discapacidades durante largos periodos de tiempo y cómo se han visto afectadas por los diversos factores dentro de las estructuras políticas, sociales, económicas, culturales e históricas que producen el mundo social.

Las barreras en la sombra complementan la perspectiva del modelo social al describir la discapacidad como aislamiento y exclusión innecesarios de la sociedad (Union of the Physically Impaired against Segregation,1976). Y reconocen el argumento de la Organización Mundial de Personas con Discapacidad (Driedger, 1989) de que la discapacidad se refiere a las oportunidades perdidas o limitadas de participar en las comunidades y entornos elegidos. Así pues, visibles o en la sombra, las barreras a las que se enfrentan las personas con discapacidad no están causadas por el individuo con discapacidad, ni es responsabilidad exclusiva de este abordarlas. Siguen formando parte de estructuras arraigadas que producen nuestro mundo social y favorecen las ideas, estrategias y actividades de quienes influyen en la organización de las instituciones educativas.

Es ingenuo sugerir que los individuos, comprometidos a abordar las experiencias de marginación de las personas con discapacidad, son conscientes de la totalidad de las barreras que se encuentran cuando navegan por una Institución de Educación Superior discapacitada. Las barreras en la sombra requieren una evaluación y una acción continuas en torno a las prácticas marginadoras y discriminatorias inherentes a las instituciones, sobre todo a medida que estas responden a los acontecimientos políticos, económicos y sociales que afectan a su organización y funcionamiento. Aunque admitimos que algunas de nuestras deficiencias imponen algunas restricciones, nuestra experiencia vivida nos dice que son las hostiles barreras culturales, sociales y medioambientales del mundo académico las que convierten muchas de ellas en discapacidades (Oliver y Barnes, 2010).

Esperamos que nuestras experiencias personales permitan comprender el impacto que ha tenido en nuestras vidas una mayor dedicación al neoliberalismo. También, esperamos que si las personas lectoras reconocen que han apoyado estos regímenes, dejen de ser opresoras y se conviertan en aliadas.


Jason Olsen

Oliver (1996) afirma que quienes poseen la experiencia vivida de la discapacidad y emergen del movimiento de la discapacidad al mundo académico son los intelectuales orgánicos (Oliver 1996). No fue hasta que comencé mi vida en el mundo académico hasta que reconocí la escandalosa ausencia de estas personas y los daños que esto puede causar. Permítanme comenzar relatando algo que experimenté en una conferencia sobre Estudios de la Discapacidad en 2018. Al llegar, el hotel «accesible» recomendado tenía un gran escalón y ninguna rampa. El siguiente lugar proporcionado tenía dos pesadas verjas, una ducha antivuelco inaccesible y una cama apenas levantada del suelo: barreras sustanciales para un usuario de silla de ruedas a tiempo completo paralizado de pecho para abajo. La conferencia incluyó una caminata improvisada de tres kilómetros hasta un lugar secundario, bajo el sol, por calles irregulares y con malos bordillos. Fue una caminata dura para alguien en una silla de ruedas manual, que no puede regular su temperatura corporal y que estaba cuidando de un esguince en el hombro. Los «expertos» en discapacidad que diseñaron el evento adoptaron una estructura de conferencia estandarizada basada en participantes no discapacitados. Los descansos eran breves, dejando poco tiempo a las personas asistentes con discapacidad para ir al baño. Los cócteles eran por la noche, cuando muchas personas con discapacidades estaban sin energía o cuidando de sus discapacitados. Y las oportunidades de establecer contactos se daban en puntos en los que las personas con discapacidad no podían moverse, establecer contactos o conocer a nuevos colegas. Esto culminó en una gran discordancia entre la retórica inclusiva del propósito de la conferencia y las prácticas de exclusión capacitistas perpetradas contra las personas con discapacidades que asistían a ella. Esto ocurre con demasiada frecuencia.

Mientras que académicos no discapacitados pueden participar plenamente en todos los aspectos de estas conferencias, lo que beneficia sus carreras y oportunidades de ascenso, académicos discapacitados no pueden. Lamentablemente, esto se debe menos a nuestras limitaciones y más a que las Instituciones de Educación Superior suscriben la idea de que estas barreras son problemas personales que las personas con discapacidad debemos superar si deseamos participar plenamente (Wendell 1996).

Esta indiferencia hacia la no exclusión ejemplifica cómo, incluso dentro de los espacios informados, las tiranías de la normatividad y el capacitismo dominan insidiosamente el paisaje académico (Hodge 2014). En mi caso, esto no solo me llevó a perder interacciones sociales, sino que también me provocó lesiones físicas y el deseo de no repetir la experiencia. Esta es una de las formas en que el mundo académico te excluye. Otra forma en que lo hace es a través de la exclusión selectiva de los propios conocimientos. También recuerdo la visita a un centro de vida independiente (ILF) en 2018.

La persona responsable del evento educativo reunió a las personas participantes para hablar de la experiencia. Aquí se nos pidió que diéramos nuestras opiniones. Compartí que el lugar me produjo una reacción visceral y que no veía el momento de marcharme. Afirmé que, a pesar de saber que era irracional, temía el abandono en el lugar que habíamos visitado. La directora académica y «experta» en discapacidad se limitó a desestimar mis sentimientos y comentarios, afirmando que simplemente no comprendía el importante papel que desempeñan estos centros, que no separaba mis sentimientos personales de lo que consideraba que debía ser un buen académico y que los Centro de Vida Independiente son una necesidad «para las familias de las personas discapacitadas». Continuó afirmando que, recientemente, había ingresado a su madre en un centro debido a su demencia severa. Esto pone de relieve la violencia epistémica (Procknow, Rocco y Munn 2017) que sufren el personal académico con discapacidad. A menudo nos enfrentamos a vehementes rechazos de nuestras experiencias vividas y se nos anima a no compartir nuestras realidades conocidas. Esto puede ocurrir en nuestros trabajos escritos y dentro de nuestros Centros de Vida Independiente.

A menudo, se nos dice que nuestras percepciones son incorrectas o que «todo está en nuestra cabeza». Sin embargo, cuando debatimos estas cuestiones con otras personas académicas con discapacidades, a menudo descubrimos que compartimos una experiencia vivida de exclusión y una fenomenología colectiva de la desigualdad. Si la libertad epistémica se basa en la circulación sin restricciones de las ideas, entonces la injusticia epistémica es la negación de la propia libertad (Hinchliffe 2018).

Lo peor es que, a menudo, se nos dice que abogar contra este trato puede perjudicar nuestras perspectivas académicas y oportunidades profesionales. Contribuyendo a esto, las Instituciones de Educación Superior (IES) a menudo emplean a «expertos en discapacidad» que, normalmente, no poseen la experiencia vivida de la discapacidad.

Vemos cómo se toman las opiniones de estos expertos mientras se silencian nuestras voces. Nuestras necesidades quedan desatendidas y se retira a la IES cualquier responsabilidad fiscal para proporcionarnos igualdad. Esta censura impide la progresión del conocimiento sobre la discapacidad y también perjudica a quien cread y comparte las ideas.

Sé que, para mí, el repudio de mi realidad por parte de la académica principal se sintió como si hubiera pasado la mano por encima de la mesa y me hubiera dado una bofetada. Había contemplado si debía compartir ese miedo tan arraigado, pero decidí hacerlo para que el grupo comprendiera cómo algunas personas con discapacidad no ven los Centros de Vida Independiente (Independent Living Facility, ILF) como opciones viables, sino como vertederos para los no deseados. Algunos ven estas instalaciones como almacenes donde guardarnos hasta que nuestra muerte física alcance a nuestra muerte social (Miller & Gwynne 1972). El hecho de que este testimonio fuera recibido con incredulidad, y su valor depreciado, hizo que sintiera el menosprecio como conocedor e investigador (Hinchliffe 2018).

Las bases de las capacidades académicas de una persona están entrelazadas con sus conocimientos y su competencia, aspectos ambos que, según dijeron a mis colegas, se veían afectados negativamente por mi discapacidad. Este es uno de los problemas del capacitismo en el mundo académico; puede ser invisible para quien lo perpetra, pero es extremadamente doloroso para la víctima (Procknow, Rocco & Munn 2017).

Al contemplar lo ocurrido, me di cuenta de que alguien «experto» en el campo de la discapacidad que no valora la experiencia vivida de la discapacidad —o las voces de las personas con discapacidad— es peligroso. Como diría Foucault, desechó a una persona cuyo conocimiento y crítica podrían ayudar a evaluar «en qué tipos de suposiciones, de nociones familiares, de formas de pensar establecidas y no examinadas se basan las prácticas aceptadas» (Bazzul & Carter 2017).

Así, estaba apoyando, justificando y fomentando prácticas que legitiman situar a una persona con, que necesita asistencia diaria limitada para participar en la sociedad, en la misma categoría que alguien con demencia grave, que requiere asistencia y cuidados constantes.

Estas reflexiones me produjeron escalofríos. Me di cuenta de que, en su posición, ella tiene el poder de decidir qué tipo de investigaciones se llevarán a cabo en su universidad y qué tipo de estudios realizarán sus estudiantes. La investigación producida justificará las políticas sociales que se pondrán en marcha y que repercutirán en la comunidad disca. Se trata de mucho poder para alguien que da poco valor a los conocimientos, percepciones y sentimientos de quienes vivimos realmente con una discapacidad. En tan solo un breve intercambio, ella había desestimado los desequilibrios de poder social a los que yo y otras personas nos enfrentamos y que pueden conducir a: una pérdida de vida independiente; una pérdida de opciones vitales; temores a la desclasificación; viviendas inaccesibles; enfoques capacitistas ineficaces; eliminación de derechos sociales; exclusión social; barreras en la atención médica; capacitismo médico; falta de acceso a las protecciones legislativas, y otros temas que conducen al abandono de una persona con discapacidad en un Centro de Vida Independiente contra su voluntad —algo de lo que he sido testigo en numerosas ocasiones—.

No obstante, en su posición, su universidad recurrirá a ella en busca de conocimientos especializados en relación con el personal académico con discapacidad. Si su opinión sobre los Centros de Vida Independiente sirve de algo, la institución educativa se alegrará de saber que tiene una compatriota en la creencia de que una asistencia mínima para la inclusión es todo lo que se justifica, y que si esto no resuelve la situación, entonces la expulsión de la estructura social es una opción viable. Aún me pregunto cómo habría progresado esta interacción si el líder de los acontecimientos hubiera sido una persona con discapacidad o un aliado informado. Tal vez, habrían descartado menos las experiencias colectivas de opresión de las personas con discapacidad. Quizá, habrían valorado mi opinión porque habrían reconocido que el trabajo intelectual también tiene sus raíces en las experiencias personales y colectivas, de las que yo tenía muchas.

Por último, quizá no temería que esa persona se vendiera al mejor postor (es decir, a la Institución de Educación Superior) cuando llegara el momento de defender los derechos del personal académico con discapacidad frente a sus esfuerzos por apartarlo del mundo académico y disminuir así sus costes (Oliver 1996).


Armineh Soorenian

Retrato fotográfico de Armineh Soorenian.

Silenciar las voces del personal académico con discapacidad

A través de normas capacitistas, las voces del personal y de estudiantes con discapacidades han sido desautorizadas y suprimidas bajo la violencia del sistema neoliberal que impregna las instituciones académicas actuales (Campbell 2018). Evidenciada en la supresión de mi propia experiencia a lo largo de mi trayectoria académica como estudiante primero y, desde 2012, como académica, esta situación ha perpetuado la legitimación de las complejas redes de desigualdades estructurales presentes en las Instituciones de Educación Superior (IES). He experimentado múltiples discriminaciones basadas en el hecho de ser «discapacitada», «migrante» y «mujer». En mi contribución a este artículo, escribiré cómo en la academia capacitista —consagrada dentro del mantenimiento de la ideología dominante— las barreras actitudinales y las prácticas discriminatorias han trabajado mano a mano hacia mi exclusión y marginación. A continuación, explicaré los efectos perjudiciales de tales prácticas sobre mi autoestima y mi confianza.


Barreras actitudinales

Para demostrar una posición política, económica, social y cultural privilegiada, se espera que el personal académico domine una forma específica de articulación a la hora de comunicarse, como expresar sus opiniones o exponer un argumento. Esta norma capacistista de elegancia ha funcionado para diferenciar, dividir, clasificar y colonizar al personal académico.

A raíz de una lesión cerebral sufrida hace casi tres décadas, tengo disartria, es decir, un habla difícil o con una articulación poco clara. En el mundo académico, la gente suele responder a mi habla lenta y arrastrada de forma condescendiente o impaciente, o ambas cosas, en el mundo académico este tipo de trato verbal manifiesto suele estar ausente. Sin embargo, los sesgos y prejuicios subyacentes siguen profundamente arraigados en las actitudes de algunos académicos, por lo que no se me toma en serio ni se me considera una académica por derecho propio. Estas nociones preconcebidas se mantienen sin reconocer que he dirigido proyectos de investigación y he producido una gran cantidad de trabajo escrito de alta calidad en inglés, que es mi tercera lengua, durante más de una década.

En consecuencia, no se me concede ni el tiempo ni el espacio adecuados para expresar mis opiniones, ya que esto quedaría fuera de la norma del cuerpo capaz y podría requerir un ligero aumento de los costes. A menudo se desacreditan mis argumentos y se descartan de plano sin voluntad de ser comprendida. Esto también parece ser lo que mis colegas académicos considerarían una «pérdida de tiempo».


Prácticas discriminatorias

Al centrarse en los estándares, las tablas de clasificación y los logros, la necesidad de tiempo extra y de prórrogas no es deseable o ni siquiera se reconoce como posible en el entorno académico neoliberal. Se espera una alta productividad en plazos comprimidos, y cada vez se exige más tiempo al personal académico con la carga de trabajo docente y las presiones para publicar durante la vigencia de sus contratos fijos a corto plazo. Uno de los efectos secundarios de mi discapacidad es que necesito más tiempo para procesar la información, reflexionar y preparar mis respuestas, una situación no necesariamente propicia en una cultura académica tradicional o en situaciones típicas de entrevista. Las tareas cotidianas me llevan más tiempo; puedo necesitar el doble o incluso el triple del tiempo que tardaría un investigador no discapacitado en hacer el mismo trabajo. También tengo una discapacidad visual, y convertir el material escrito impreso estándar a un formato al que pueda acceder es un proceso que requiere mucho tiempo. Wendell (1996: 30) se refiere a estos efectos obstaculizadores sobre los niveles de tiempo y energía, cuando las personas con discapacidades realizan adaptaciones en sus entornos físicos para superar las barreras de acceso, como «adaptaciones ordinarias de la vida».

Sin embargo, en un entorno laboral en el que el exceso de trabajo está normalizado (Brown & Leigh 2018), he actuado realmente como una «superlisiada» (Oliver & Barnes 1997) al trabajar más horas de las esperadas de una académica, incluso en un empleo a tiempo completo. Me he aferrado a mi trabajo académico y a mi identidad mientras comprometía mi salud física y mental y otros aspectos de mi vida. Además, algunos días experimento una fatiga extrema que, junto con las migrañas crónicas que me dan con regularidad, puede retrasar la finalización del trabajo durante días, si no semanas.

Lamentablemente, en el mundo académico se hacen pocos ajustes para el personal académico con discapacidades que puedan necesitar tiempo extra por motivos relacionados con estas. Por lo tanto, como sostiene Kumari-Campbell (2018), el capacitismo a favor de las personas sin discapacidad es endémico en el mundo académico. La movilidad académica a largo plazo es una herramienta importante para mejorar la carrera profesional, pero a menudo supone un obstáculo en la vida de las personas con discapacidad. Cambiar de universidad suele ser estresante en el mejor de los casos.

Las personas con discapacidad también deben enfrentarse a las complicaciones de encontrar qué apoyo se proporciona en el nuevo lugar de residencia y si este satisface sus necesidades y requisitos relacionados con la discapacidad. Esta situación exagera las exigencias impuestas al personal académico con discapacidad en comparación con el personal sin discapacidad, ya que a menudo las oportunidades de movilidad académica se diseñan en torno a prácticas masculinas no discapacitadas, sin tener en cuenta la existencia de necesidades de acceso relacionadas con la discapacidad o las responsabilidades de cuidado familiar (Shauman & Xie 1996).

A medida que el capacitismo del Estado del Bienestar y de otras prestaciones se traduce en el desvanecimiento de las estructuras de apoyo y de las trayectorias profesionales transparentes en un contexto neoliberal (Caretta & Webster 2016), estos conflictos se exacerban y se hacen sentir de forma más aguda en la comunidad académica con discapacidad. De este modo, el mundo académico plantea contextos discapacitantes para los académicos, y las relaciones sociales capacitistas privilegian y otorgan derechos a los cuerpos académicos no discapacitados.


El impacto psicológico

Las numerosas barreras que he experimentado en mi trayectoria académica han sido múltiples y polifacéticas. La forma en que se han tratado mis dificultades del habla me ha hecho reacia a contribuir en entornos académicos y sociales, ya que me ha dejado la sensación de que no me entenderían, así que ¿para qué intentarlo?

El sentimiento de aislamiento —no pertenecer y no encajar ni académica ni socialmente— ha sido perjudicial y destructivo para mi autoestima, lo que ha dado lugar a años de intentar demostrarme constantemente que valgo, sintiéndome inadecuada e insegura en el ámbito académico y en otras áreas, a pesar de mis claros éxitos demostrados.

Me he culpado a mí misma de mis desventajas en lugar de afirmar que estas creencias son construidas en mí por los sistemas socioeconómicos políticos opresivos. Freire (1970) sostiene que esta ideología dominante es en su mayor parte invisible para el grupo oprimido, porque la percepción de sí mismo está sumergida en la realidad de la opresión. Las capas de opresión que he acumulado en mi interior se han interiorizado, lo que en la mayoría de los casos se traduce en pánico permanente, depresión y competencia con los demás.


Valemos

Como mujer con discapacidades múltiples, académica con un trasfondo lingüístico y cultural diferente, y como activista de la discapacidad, he sido objeto de las microagresiones (microcapacitismos) del sistema académico neoliberal. Estas han adoptado formas de humillación sutil y, a veces, de intercambios y reacciones no verbales, que según Kumari-Campbell (2018) disminuyen el carácter o la calidad de una persona al rebajar su autoestima, lo que conduce a la ansiedad, la fobia social y la depresión.

Mediante el uso de tácticas capacitistas, la dinámica relacional académica hace que las experiencias de estudiantes y personal con discapacidad sean invisibles en el mejor de los casos o, en el peor, las borra, fomentando condiciones de microagresiones y capacitismo interiorizado (Kumari-Campbell 2018).

El hecho de dejar de lado las experiencias de la comunidad académica con discapacidades ha conducido a su exclusión y marginación, lo que se ha traducido en un desaprovechamiento de las voces, los relatos y las habilidades de dichas personas. Para lograr un cambio, para que las voces del personal académico con discapacidad se oigan alto y claro, esto debería ser cuestionado a fondo por la comunidad académica y activista aliada en general.

Somos académicas discapacitadas y, aunque algunos piensen que estamos perturbando la estructura normativa capacitista del mundo académico, estamos aquí para quedarnos y mostrar nuestras experiencias, habilidades, proyectos y demás producción académica, al igual que nuestros colegas no discapacitados. Aunque algunos puedan considerar nuestra inclusión en las instituciones de educación secundaria en términos monetarios, como la provisión de instalaciones y apoyo, nuestra presencia y participación en estas no debe percibirse en estos términos.

Si las instituciones educativas valoran nuestra experiencia vivida de la discapacidad, el pensamiento flexible y fuera de lo común que hemos desarrollado debido a las barreras diarias a las que nos enfrentamos en nuestras vidas, por nombrar solo dos, entonces esta perspectiva se suma a nuestro valor académico. Una vez satisfechas nuestras necesidades de apoyo, estamos capacitadas para realizar contribuciones significativas y de impacto no solo para nuestras instituciones académicas, sino para la sociedad en general.


Miro Griffiths

Retrato fotográfico de Miro Griffiths.

El ámbito académico sigue siendo un área controvertida para activistas, personal académico y responsables políticos. Debería existir como plataforma para explorar, cuestionar, criticar y poner en práctica modelos y teorías históricos y contemporáneos. En lugar de ello, las Instituciones de Educación Secundaria (IES) están plagadas de agendas neoliberales que priorizan: la viabilidad económica de las instituciones educativas (Hazelkorn 2015); la competitividad entre el alumnado para obtener las calificaciones más altas (Verhaeghe 2014), y la implantación de un modelo educativo que enfatiza la conformidad por encima de la indagación creativa (Chomsky 2012).

Con el mundo académico en crisis, existe la oportunidad de considerar cómo las personas con discapacidades navegan por esta estructura compleja, inaccesible y capacitista. Mientras se intenta establecer métodos que contrarresten la condición neoliberal dentro de las IES (Cannella & Koro-Ljungberg 2017), existe una necesidad desesperada de utilizar este periodo de crisis para identificar problemas y avanzar en soluciones que aborden las micro y macro barreras que encuentran las personas con discapacidad.

A modo de contribución, me basaré en mi experiencia personal para destacar tres aspectos que requieren atención si queremos que exista un sistema de educación superior accesible e inclusivo.

En primer lugar, hablaré de cómo los actuales procedimientos de evaluación para identificar las necesidades «sanitarias», «sociales» y “académicas” restringen la participación y marginan aún más a las personas con discapacidad de la educación superior.

En segundo lugar, hablaré de la ausencia de las personas con discapacidad y de sus organizaciones en el diseño, desarrollo y aplicación de los procedimientos de evaluación para identificar y abordar las necesidades de acceso del alumnado con discapacidad.

Concluiré hablando de la respuesta apática de las Instituciones de Educación Secundaria para abordar las cuestiones y preocupaciones políticas planteadas por los activistas de la discapacidad y sus organizaciones que repercuten negativamente en el personal académico con discapacidad.


«Proporcionamos cuidados geriátricos; no le apoyaremos cuando esté en la Universidad. Buena suerte». — Procedimientos de evaluación

Antes de empezar la universidad, recibía apoyo conjunto «sanitario» y «de asistencia social». Se habían evaluado mis necesidades de apoyo académico, pero los profesionales asociados a mi plan de atención no habían discutido cómo se prestaría el apoyo a lo largo del calendario académico.

Había desacuerdos: el apoyo académico no incluiría el cuidado personal: yo podría estudiar, pero la asistencia de apoyo asignada no me ayudaría a ir al baño ni a consumir alimentos o bebidas; se proporcionaría cuidado social, pero era demasiado costoso que la asistencia personal se quedara todo el día.

Los desacuerdos continuaron y dos días antes de mi primera conferencia recibí una llamada telefónica de una agencia privada de cuidados. Me habían asignado el apoyo para mis necesidades de «cuidados personales»; sin embargo, como ya he citado, me informaron de que no cumplía los criterios para recibir ayuda. Durante los primeros meses, dependí del voluntariado para que me ayudaran a comer e ir al baño. Cuando necesité más estructura, obtuve un préstamo estudiantil, no para tener más oportunidades educativas, sino para pagar dicha asistencia. Finalmente, se puso en marcha una solución algo viable, pero yo solo sentía cansancio e indignación. La bibliografía ilustra las amplias barreras que encuentran el alumnado con discapacidad cuando navegan por la educación superior (Kendall 2016), y mis experiencias las validaron como ciertas. Los debates relativos a los procedimientos de evaluación suelen centrarse en la capacidad del alumno para realizar tareas y exámenes dentro del plan de estudios establecido (Fuller, Bradley y Healey 2004), con escasa atención a garantizar que la persona reciba el nivel adecuado de apoyo en el momento requerido.

El Movimiento para una Vida Independiente (Evans 2008) exige que se preste apoyo para aumentar la autonomía de la persona y hacer realidad sus aspiraciones. Sin embargo, existe un riesgo sustancial de que experiencias como la mía —y otras (Pring 2015)— continúen debido a unos servicios fragmentados y con escasa financiación que ofrecen respuestas reaccionarias a las personas que necesitan apoyo.

Los recortes perjudiciales en los servicios de las autoridades locales, (O’Hara 2014) combinados con políticas de atención social enmarcadas para desestimar las necesidades de las personas en edad de trabajar, harán que las IES se conviertan en una ambición poco realista para las personas con discapacidad. Me hicieron sentir que era un inconveniente para los rígidos procedimientos de evaluación, que se negaban a tener en cuenta las experiencias fluctuantes y espontáneas que tendría en la universidad. El personal profesional, preocupado por cumplir las limitaciones presupuestarias y aplicar los procedimientos normativos, me abandonó.

Si queremos cambiar esta situación, debemos resistirnos a las prácticas actuales y proponer opciones alternativas para identificar y proporcionar apoyo a las personas con discapacidad. Como sugiere Morris (2011: 1):

la política en materia de discapacidad […] debe valorar la diversidad y en la que las personas con discapacidades sean tratadas como pertenecientes y contribuyentes a las comunidades en las que viven. […] Debemos desarrollar desafíos más radicales a la actual agenda política sobre discapacidad y participar en debates más amplios.

Para continuar con esta línea de pensamiento, me centraré en la experiencia específica del apoyo «académico».


«Solo detente. Te aconsejaré más tarde sobre lo que puedes tomar. Lo más importante, ¿cuándo te diagnosticaron?» — Diseño, desarrollo y aplicación de procedimientos de evaluación

Cuando llegué a la universidad, asistí a una evaluación con el fin de obtener la prestación para alumnado con discapacidad. Mientras intentaba explicar que había investigado qué dispositivos de tecnología de apoyo me ayudarían durante mis estudios y que había creado un plan de apoyo en el que esbozaba cuándo (y para qué) necesitaría asistencia de apoyo (y podía justificarlo debido a mis requisitos de acceso), me dijeron que dejara de hablar.

Aunque podía hacer referencia a los 12 pilares de la vida independiente y tenía nociones básicas de Orgullo contra prejuicios (Morris 1991), sentí una desconexión entre la esperanza articulada por destacados académicos y activistas dentro de los estudios sobre discapacidad y mi experiencia vivida de estructuras y actitudes opresivas. El evaluador quería centrarse en el diagnóstico de la discapacidad y presentó un catálogo de preguntas enraizadas en el discurso médico.

Me resultó incómodo discutir mis requisitos de acceso con alguien que se fijaba en mi cuerpo en lugar de en las barreras que surgían de mi programa de estudios. Además, el estatus profesional del asesor y la autoridad que ostentaba me redujeron a sentirme inferior y con una necesidad de reparación a través de sus consejos; estaba experimentando el capacitismo (Kumari-Campbell 2009) por parte de la persona designada para ayudarme a superarlo.

La Academia ha debatido las barreras que encuentra el alumnado con discapacidad cuando accede al apoyo, planteando preocupaciones sobre: la cultura institucional hacia entornos de aprendizaje inclusivos (Fuller, Bradley & Healey 2004), la divulgación (Goode 2007) y la aplicación de ajustes razonables (Hewett et al. 2018). Estos debates son necesarios, pero su aplicación es limitada; en su lugar, se necesita una revisión radical del procedimiento de evaluación.

La ausencia de personas con discapacidad y de organizaciones de personas con discapacidad para diseñar, desarrollar y realizar evaluaciones de apoyo debe ser evaluada y se debe actuar en consecuencia. El Movimiento de Personas con Discapacidad seguirá resistiéndose a los recortes de las Prestaciones para Estudiantes con Discapacidad (Lewthwaite 2014), pero los activistas con discapacidad, sus alianzas y las IES deben ofrecer una visión alternativa de la evaluación y la prestación de apoyos. Esto significa que las universidades deben responder a las preocupaciones políticas planteadas por las personas con discapacidad.


«Tu opinión es muy importante para nosotros». — Preocupaciones políticas, respuestas apáticas

Vickerman y Blundell (2010) informaron sobre las experiencias vividas por las personas con discapacidad al acceder a la universidad y, en última instancia, al buscar empleo. El estudio destacaba áreas de investigación, que incluían: la preinscripción y la transición a la universidad, la enseñanza y el aprendizaje, y el desarrollo profesional.

Aunque importante, esta literatura no llega lo suficientemente lejos como para cuestionar cómo las Instituciones de Educación Superior reconocen y responden a las cuestiones políticas planteadas por las activistas estudiantiles con discapacidad y sus organizaciones.

Con demasiada frecuencia, se me invitaba a asistir a «fiestas de pizza para estudiantes» (pagadas por la universidad) o se me ofrecían entradas con descuento para noches de baile (subvencionadas por la universidad). Todo esto se ofrecía al mismo tiempo que yo navegaba por entornos inaccesibles para un usuario de silla de ruedas y conocía a estudiantes con discapacidad que habían tenido que abandonar sus estudios porque sus paquetes de apoyo se habían venido abajo.

Me siguen indignando los procesos de toma de decisiones que financian oportunidades para que el alumnado se dedique a consumir recursos adicionales, mientras que al alumnado con discapacidad se le niega el acceso básico a la educación.

Bauman (2007) analizó cómo las economías orientadas al consumo promoverán, inevitablemente, la insatisfacción y la inseguridad. Esta es la experiencia contemporánea de estudiantes con discapacidad (y no discapacitados) en la educación superior. Las universidades no abordan cuestiones como: ¿Qué sentido tiene la educación? ¿Qué se entiende por inclusión? ¿Cómo contribuyen las IES a la marginación de estudiantes y personal académico?

Sin embargo, las instituciones parecen reacias a abordar de forma proactiva estas cuestiones y las demandas y preocupaciones planteadas por estudiantes con discapacidad.

Las cuestiones que he planteado —procedimientos de evaluación, participación de las personas con discapacidades y respuestas institucionales— requieren una seria atención si se quiere hacer realidad un sistema de educación superior inclusivo. La crisis política y económica que aflige a las IES continuará, pero esto brinda la oportunidad de hacer realidad posibilidades alternativas para las personas con discapacidad en el mundo académico.


Rebecca Porter

Retrato fotográfico de Rebecca Porter.

Introducción

La sociedad suele considerar a la persona con discapacidad como una persona inferior. Impregna todos los ámbitos de la vida, incluido el académico.

He pasado cuatro años en la universidad. En ese tiempo, como mujer discapacitada, me he enfrentado a una presión insuperable para rendir al mismo nivel que mis compañeros. Pero en realidad no puedo, y los niveles de producción tóxicamente elevados de los que se enorgullece la cultura académica son inalcanzables para alguien como yo. Aunque mis discapacidades pueden afectar profundamente a mi rendimiento académico, en diversos grados el impacto de las mismas puede atenuarse con ajustes y expectativas razonables adecuados. Sin embargo, esto solo puede ocurrir si la institución académica está dispuesta a proporcionarlos.

Mi primera experiencia de capacitismo se produjo mucho antes de mi descubrimiento del modelo social de la discapacidad. Era 2014, aproximadamente la tercera o cuarta semana de mi primer semestre. Como la primera de mi familia inmediata en asistir a la universidad, fue como entrar en un emocionante —y más bien aterrador— agujero negro.

Hacía poco que había recibido el dinero de la ayuda social para estudiantes con discapacidad (DSA), que financiaba un software en mi portátil para ayudarme a tomar apuntes. Mi profesor entró en la sala y se negó a empezar la clase hasta que todo el mundo guardara sus portátiles y cuadernos, y solo permitió que el alumnado tomara notas en los folletos que él había proporcionado. Dijo que aprenderíamos mucho más escuchando. Estuve allí sentada durante una hora y no aprendí nada. Esta política se aplicó no solo a la conferencia, sino también al grupo de seminario de los módulos al día siguiente: nadie podía discutir la conferencia, y nos quedamos mirando en un silencio atónito a mi jefe de seminario.

Busqué ayuda en el apoyo al estudio, pero una hora de apoyo al aprendizaje 1:1 no puede hacer mucho por una estudiante con discapacidad estresada, con una gran carga de trabajo y sin apuntes. Dependí mucho de mis amistades para que me apoyaran porque la academia no lo había hecho. Mi salud mental se resintió gravemente, pero si sacaba buenas notas, daba la sensación de que a muy poca gente le importaba.

A medida que mi dolor crónico y mi fatiga empeoraban con cada curso, y tenía largos episodios depresivos y rachas de ansiedad exacerbada, los fondos que me asignaban para horas de apoyo 1:1 disminuían. Disponía de menos horas para discutir mis ensayos y casi me derrumbé bajo las presiones para obtener notas altas. Tenía claro que mis costes de acceso a la IES superaban claramente mi valor percibido. Cada vez me parece más que la presión nunca surge directamente del profesorado (tengo mucha suerte en ese sentido de que docentes de estudios sobre discapacidad «entiendan» la discapacidad). Proviene de las culturas laborales tóxicas del mundo académico que se derivan de las ideas neoliberales de producción, cuyos objetivos son a menudo insostenibles para el personal académico con discapacidades, especialmente para los que carecen de apoyo.


Accesibilidad y tradición académica

A medida que avanzo en el mundo académico, hacer frente a mi propio capacitismo interiorizado ha sido uno de mis retos más difíciles. Hay muchas presiones y exigencias para cumplir los plazos. Sin embargo, se añade la idea de que en tu tiempo libre, estudiantes y personal académico también deben asistir a conferencias, hacer voluntariado, mantener una vida familiar y tener una vida social.

Bajo el peso de estas obligaciones, ¿podemos realmente sorprendernos de que muchas personas académicas estén experimentando una crisis de salud mental? (Universitiesuk.ac.uk 2018) Sé que, al menos en mi caso, la cultura universitaria tóxica hace que me sienta culpable por ser incapaz de alcanzar las expectativas capacitistas prescritas, aunque poco realistas (Brown y Leigh 2018).


¿El mundo académico funciona para alguien?

Mi respuesta rotunda es no.

No importa quién seas, tu formación, tu experiencia, creo que todas las personas académicas luchan bajo el peso de la cultura universitaria. Bajo esta hegemonía, no se puede trabajar demasiado, no se pueden dedicar demasiadas horas, tanto remuneradas como no remuneradas, y el agotamiento es casi un requisito.

Me temo que esta cultura afecta en gran medida a todo personal universitario, independientemente de su posición —desde estudiantes de primer año hasta el personal docente y directivo—, pero repercute de forma dispar en las personas con discapacidades.

El resultado es que las personas con discapacidad abandonan el mundo académico; las universidades con planes de estudios sobre discapacidad y, más ampliamente, las que tienen departamentos de ciencias sociales, pierden las experiencias vividas y los conocimientos de las personas con discapacidades.


Discapacidad, la academia y más allá

El activismo, en cualquiera de sus formas, es una forma de avanzar hacia el cambio social. Pero este solo puede producirse si hay suficientes personas que se manifiesten. Sin ellas, las personas con discapacidad seguirán siendo los chivos expiatorios de las malas políticas.

El mundo académico desempeña un papel clave en esta liberación potencial, porque si la sociedad no escucha a las oprimidas, corresponde a quienes tienen el poder y los recursos para el cambio social hacer el bien. La educación, y el mundo altamente inaccesible de la academia neoliberal, es un espacio potencial para ello (Goodley 2014). Pero debe hacerse de la manera correcta.

Durante mi estancia en la Universidad, he recibido el apoyo tanto de compañeros como del profesorado y se me ha hecho sentir que se me comprende como estudiante e investigadora con discapacidad. Sin embargo, a veces sigo sintiendo que el trabajo emocional y físico que conlleva el mundo académico es insostenible.

En el pasado, intentar estar al día de todo me ha llevado a sentir que me ahogaba en obligaciones. He aprendido por las malas que mi salud es lo primero, que dejar pasar las cosas durante unos días no equivale a fracasar y que mi agotamiento es válido.

En este desordenado debate, sé que una cosa está clara: las personas con discapacidad necesitamos apropiarnos de nuestra identidad. La discapacidad no es algo que las universidades deban «tratar», sino algo que hay que aceptar y no excluir. He perdido la cuenta de cuántos carteles electorales de sindicatos estudiantiles veo, que hablan de diversidad, pero no presentan la discapacidad como otra intersección en la que las personas pueden experimentar opresión.

La discapacidad es la mayor intersección que tenemos, y requiere más reconocimiento que el de ser solo una hora a la semana en la que te ayudan a trabajar. En el aula, en la calle, dondequiera que vaya, no solo quiero aceptación y tolerancia; quiero plena inclusión y liberación.


Conclusión

Históricamente, la educación superior ha hecho pocos intentos por incluir a las personas con discapacidad como parte del alumnado y los equipos de investigación académicos.

Cuando surgieron oportunidades —aunque limitadas— para construir un sistema de educación superior integrador o aspirar a incorporar principios de educación inclusiva, pocos lo intentaron. Las que lo hicieron han sido desmanteladas o evisceradas debido al arraigo de los ideales neoliberales. Esto se ha traducido en bajos niveles de retención de personas con discapacidades en la educación superior y en signos preocupantes de un creciente desgaste del personal de las Instituciones de Educación Superior (Brabazon 2015).

La exploración de las experiencias vividas en este artículo ilustra que las personas con discapacidades intentan navegar por un sistema diseñado por, y para, personas no discapacitadas. Los autores identificaron cómo algunos aspectos de la agenda neoliberal han perpetuado las barreras impuestas al personal académico con discapacidades.

Esta marginación demuestra que, debido a la adopción del neoliberalismo como ethos, el paso del tiempo no se ha traducido en cambios sistémicos positivos en las instituciones de educación para las académicas discapacitadas. Hemos argumentado que las puertas del mundo académico están cerradas para muchas personas dentro de la comunidad de disca, aunque —como muestran nuestros testimonios— algunas personas conseguimos colarnos por el ojo de la cerradura.

En lugar de abogar por la no exclusión de la discapacidad, la mayoría de las Instituciones de Educación Superior (IES) han instituido políticas, procedimientos y actitudes diseñados para cultivar la colonización y la estigmatización (Reutlinger, 2015). Estos esfuerzos están arraigados en una dedicación neoliberal al conservadurismo fiscal que perjudica al personal académico con discapacidad al eliminar nuestro acceso a la equidad. Esto ha contribuido a que la comunidad académica con discapacidad sea enmarcada como «generadora de gastos».

Como «generadoras de gastos» se nos percibe porque se supone que ‘costamos’ dinero a las IES por atrevernos a no tener la resistencia física para trabajar horas extra, a menudo gratis, en beneficio de las propias instituciones. A menudo, nos enfrentamos al resentimiento de estas, debido a que se les pide que gasten dinero en ajustes y accesibilidad, cuando se preguntan si la inversión en la comunidad académica con discapacidades merece la pena por la productividad que resultará de ello (Hazer & Bedell 2000).

La consecuencia es que, a menudo, no podemos demostrar plenamente nuestros conocimientos y capacidades. Esto, a su vez, no impide la exclusión y el avance, relegándonos a los márgenes del mundo académico. Como parte de una estructura aceptada, estos planteamientos impiden a menudo que nuestros colegas no discapacitados reconozcan las injusticias sociales a las que nos enfrentamos. En su lugar, se les hace creer que nuestra falta de avance es una delimitación natural e inevitable entre capaces e incapaces (Cundiff & Vescio 2016). El resultado es que los colegas académicos nos ven como objetos de lástima y como cargas institucionales que no poseen la competencia necesaria para desenvolverse en el sector académico (Wolfensberger 1998).

Aunque muchas de nosotras somos plenamente conscientes de que es nuestra responsabilidad gestionar los estigmas contra nosotras si queremos minimizar los prejuicios y sesgos a los que nos enfrentaremos (Gioaba & Krings 2017), esta discriminación puede ser difícil de soportar a diario. Más aún cuando se experimenta no solo por parte de la dirección, sino de colegas de trabajo y quienes creen narrativas incorrectas sobre nuestra valía y nuestra capacidad para contribuir.

A menudo, estas conclusiones no se cuestionan, sino que son respaldadas por profesionales «expertos en discapacidad» no discapacitados que las IES han contratado. No se trata de un hecho accidental, ya que las IES producen relaciones de poder que niegan a las personas con discapacidad el acceso a puestos importantes de toma de decisiones que podrían repudiar sus prácticas excluyentes (Kitchin 1998).

Lamentablemente, la falta de voces de la discapacidad en el mundo académico ha hecho que los actuales regímenes de verdad en los acuerdos institucionales no hayan sido cuestionados a nivel internacional dentro del mundo académico (Bazzul & Carter 2017). Hasta que la comunidad académica con discapacidad ocupe verdaderos lugares de poder, este negativismo conducirá inexorablemente a su mayor exclusión. Ya lo hemos visto en la escasa representación de personal académico con discapacidades empleado por el mundo académico (Brown & Leigh 2018).

Lograr esto tiene muchos obstáculos. El mayor es que para ello sería necesario que el personal académico con discapacidad adquiriera puestos de influencia dentro de instituciones en las que su experiencia no es buscada ni bien recibida. Lo que hace aún más difícil encontrar personas para estos puestos es que el ethos neoliberal ha desalentado al personal que posee conocimientos especializados, derivados de la experiencia vivida de la discapacidad (Oliver 1996), a permanecer en el mundo académico frente a fuerzas opresoras tan grandes. Y mucho menos, a luchar por un puesto de poder que probablemente no obtendrán.

No nos equivoquemos, esta exclusión es consecuencia de las acciones deliberadas de los responsables políticos y de aquellos que tienen una influencia considerable (Griffiths 2017); por lo tanto, las personas con discapacidades y sus organizaciones deben seguir movilizándose, elaborando estrategias y abogando por los cambios específicos necesarios para hacer realidad una sociedad segura y justa que no discrimine.

Una parte de esto significa garantizar que la Administración empiece a tener en cuenta de forma coherente las discapacidades y las enfermedades crónicas a la hora de crear políticas que garanticen el bienestar del personal contratado (Stone, Crooks y Owen 2013). Esto debe incluir políticas que sean sensibles a las barreras de sombra y cuyo núcleo no se suscriba a la creencia de que la discapacidad es un perjuicio fiscal para las instituciones que justifica el despido de una persona.

Nuestro llamamiento a la solidaridad y al cambio no se dirige únicamente dirigentes de las IES, a las personas con discapacidades y a sus organizaciones. Hacemos un llamamiento a estudiantes, personal de investigación, académico y colegas de trabajo y académicos sin discapacidades para que decidan de qué lado están.

Como sostiene Becker (1967), las personas deben decidir si están del lado de los oprimidos o del lado de los opresores: no hay término medio. Existe una necesidad desesperada de alianzas no discapacitadas que apoyen nuestras campañas y demandas de cambio institucional. Esperamos que nuestras historias sirvan para solidarizarnos con quienes se resisten, continuamente, a las agendas capacitistas que plagan el mundo académico y que se utilicen para explorar las estructuras de las IES y crear alternativas a la forma en que están organizadas.

Hasta que esto ocurra, las puertas del mundo académico seguirán cerradas para la comunidad disca. Algunos hemos conseguido colarnos, pero permanecer dentro es una lucha constante.


Referencias

Pueden obtenerse en el trabajo original Olsen, Jason, Miro Griffiths, Armineh Soorenian, and Rebecca Porter. (2020). Reporting from the Margins: Disabled Academics Reflections on Higher Education. Scandinavian Journal of Disability Research, 22(1), pp. 265–274. DOI: https://doi.org/10.16993/sjdr.670