Portada del libro "Building Abolition".
 

Abolir la inocencia

Por Liat Ben-Moshe, Nirmala Erevelles y Erica R. Meiners.

El artículo traducido a continuación, Abolishing innocence: Disrupting the racist/ableist pathologies of childhood, pertenece al libro Building Abolition. Decarceration and Social Justice. (Routledge, 2021).
Traducción no profesional realizada por ACCIUMRed para lectura personal.

Portada del libro "Building Abolition".
Vista lateral de Liat Ben-Moshe.
Liat Ben-Moshe
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Nirmala Erevelles
Retrato semi perfil de Erica R. Meiners.
Erica R. Meiners

Lectura simplificada

El concepto de ‘inocencia’ es esencial en los debates sobre justicia. Aunque es fundamental en algunas reformas judiciales, como la libertad provisional, su aplicación es desigual. Las personas blancas o sin discapacidad tienden a ser vistas como ‘más inocentes’ en comparación con las personas racializadas o con discapacidades, perpetuando actitudes de racismo y capacitismo.

Racismo es discriminar a personas por su color de piel, origen o cultura.
Capacitismo es discriminar a personas por sus discapacidades.

La inocencia también tiene que ver con cómo se tratan las infancias. Aunque la infancia es vista, casi siempre, como sinónimo de inocencia, no todas las infancias son vistas así. El sistema prejuzga las infancias y adolescencias racializadas con discapacidades, etiquetándolas de enfermas o ‘malas’.

Es vital cuestionar cómo la sociedad vincula la inocencia con la normatividad, marginando y discriminando a tantas personas.

Interrumpiendo las patologías raza y capacidad de la infancia

Vista lateral de Liat Ben-Moshe.
Liat Ben-Moshe

La inocencia impulsa la reforma de la Justicia Penal. La reforma de la libertad bajo fianza ha avanzado, en parte, porque las personas retenidas en las cárceles no han sido condenadas, solo acusadas: siguen siendo potencialmente inocentes. Las Clínicas de Exoneración, los Proyectos de Inocencia y otras iniciativas similares han crecido en las facultades de Derecho de todo Estados Unidos con el fin de rescatar a personas que fueron condenadas por error. Los desafíos legales para eximir a personas de la pena de muerte han girado, históricamente, en torno a sustitutos de la inocencia: la persona era menor de edad o su «cociente intelectual» no alcanzaba un umbral determinado. Incluso la Ley de Eliminación de las Violaciones en las Prisiones, impulsada para proteger a los hombres heterosexuales de la amenaza de agresiones sexuales en las cárceles por personas que el Estado identifica como hombres, operacionalizó una forma de inocencia sexual anti-queer.

Dado que la inocencia sigue siendo un eje central de las reformas jurídicas penales, cualquier movimiento a favor de su abolición requiere un compromiso crítico con este concepto. Íntimamente ligada a formas de reconocimiento social, político y jurídico, la inocencia solo se confiere a quienes están marcados como normativos. A algunos se les puede hacer aproximarse a la inocencia, saliendo de la infancia o de la patología, y a otros se les puede rehabilitar para aproximarse a la ciudadanía, mediante la violencia estatal (asimilación, correccionales, intervenciones médicas, etc.). Tanto en el complejo industrial penitenciario como en sus componentes y apoderados —escuelas, centros de detención, instituciones de salud mental y residencias de ancianos— y en todos los movimientos de reforma penitenciaria, incluidos algunos esfuerzos abolicionistas, el discurso de la inocencia es primordial.

Como abolicionistas de las prisiones, criticamos este giro hacia la inocencia en campañas, movimientos y organizaciones. Sin embargo, como académicos y organizadores también reconocemos el imperativo de comprometernos con movimientos que se entrecruzan, a menudo percibidos como «ajenos» a las movilizaciones jurídico-penales y a las luchas abolicionistas, para ayudar a cartografiar cómo las concepciones de la inocencia se apuntalan, refuerzan o recorren simultáneamente otros ámbitos. Uno de los lugares más obvios, y más difíciles de cuestionar, en los que se reproduce el artefacto de la inocencia es el de los discursos sobre las infancias, adolescencias y sus representantes.

Como sugiere el historiador Robin Bernstein (2011), la infancia no solo dio forma al artefacto de la inocencia, sino que proporcionó su «coartada perfecta». Nosotros sostenemos que esta labor ideológica está relacionada con los procesos de patologización racial. Bernstein sostiene que el «libelo de insensatez» no se desvaneció con la abolición de la esclavitud, sino que se trasladó «sigilosamente» a la «cultura infantil», donde la inocencia «proporciona una tapadera bajo la que sobrevive una ideología racial que, de otro modo, estaría desacreditada, y continúa, de forma encubierta, influyendo en la cultura» (2011, p. 51). Bernstein propone que categorías como «niñes», aún ampliamente entendidas como marcadores de desarrollo «neutrales desde el punto de vista racial», funcionan como los contenedores perfectos para albergar y reproducir concepciones de la inocencia profundamente racializadas, capacitistas y heterogéneas.

La infancia está fuertemente asociada con la inocencia, la falta de razón y la incapacidad de consentir (Meiners, 2016); conceptos utilizados por los regímenes de supremacía blanca y capacitistas para marcar quién es digno de la ciudadanía. En otras palabras, la inocencia y la infancia solo están disponibles para un determinado sujeto, es decir, blanco, cishetero, capaz y no indígena.

A través de procesos de patologización criminal racial (Ben-Moshe, 2020), otros sujetos, especialmente las personas con discapacidades, indígenas y las Otras racializadas (sobre todo negras y morenas) no disponen de infancia ni de inocencia. En ocasiones, cuando se le concede la inocencia a esas Otras, se produce la «patologización» de la infancia, un proceso que tiene implicaciones críticas para aquellos situados en las intersecciones de raza, clase, género y discapacidad.

Siguiendo la exhortación de Ruth Gilmore —«el problema no es averiguar cómo determinar o probar la inocencia de ciertos individuos o ciertas clases de personas, sino atacar el sistema del que procede la criminalización»—, sostenemos que toda práctica abolicionista necesita análisis. En concreto, el de cómo el carcelarismo capacitista, supremacista y blanco explota la discapacidad a través de la patologización de la infancia y su afiliación con la inocencia.

Gran parte de la reforma penitenciaria, y algunos llamamientos a la abolición, se centran en la figura del «non non» —no grave, no violento, no relacionado con el sexo— (Gottschalk, 2015) pero también, en la figura más insidiosa (e igualmente desafiante para la construcción de un movimiento por la abolición) de «el inocente» (Gilmore, 2015).

En este capítulo, cada una de nosotras, desde ubicaciones disciplinarias tanto separadas como superpuestas —estudios críticos sobre la infancia, estudios críticos sobre discapacidad y sobre la raza—, explora cómo una praxis abolicionista está conformada por una relación entre infancia e inocencia en las intersecciones de raza, clase, género, sexualidad y discapacidad.

En la primera sección del capítulo, Erica Miners demuestra cómo la imagen del niño y la paradójica invocación de la inocencia asociada a ella se utilizan para reproducir, ampliar y criticar las lógicas carcelarias.

A continuación, en la siguiente sección, Liat Ben-Moshe explora las implicaciones opresivas y, a menudo, contradictorias de las atribuciones de la infancia a los adultos discapacitados en un intento de abolir ciertos rasgos carcelarios (aislamiento, ejecución).

Finalmente, en la última sección del documento, Nirmala Erevelles explora cómo la patologización de la infancia a través de la explotación de la discapacidad se aplica de forma desproporcionada a estudiantes racializados en un espacio carcelario no tradicional: la educación pública.

Concluimos subrayando cómo la inocencia hace posibles las nociones racializadas, capacitistas y patologizantes de formas complicadas y en lugares interconectados. Aunque el punto de referencia de este análisis es insular y en gran medida el punto en el que actualmente vivimos, estudiamos y nos organizamos —Estados Unidos—, sostenemos que las concepciones de la infancia y el uso de la inocencia en los movimientos de reforma jurídico-penal son necesarios para la construcción y no son exclusivos de Estados Unidos.


Infancia, lógicas carcelarias y la paradoja de la inocencia

Vista lateral de Nirmala Erevelles.
Nirmala Erevelles

Desde Good Morning America hasta la Iglesia católica, el año 2019 ha centrado cada vez más su atención en el creciente número de migrantes no adultos desatendidos que se encuentran recluidos en cárceles de la frontera entre México y Estados Unidos. Los principales medios de comunicación difunden imágenes de niños pequeños —generalmente latinos— entre rejas, historias de bebés encarcelados, coberturas que aluden a un aumento de los traficantes sexuales de niños y exposiciones sobre prisiones repletas de jaulas con niños. En gran medida borrados de esta cobertura: el tira y afloja de las prácticas y políticas económicas y coloniales de Estados Unidos que diseñan este momento político. Como era de esperar, en la frontera, la infancia —específicamente la inocencia infantil— es un artefacto lo bastante fluido como para ser desplegado a favor y en contra de la «separación familiar». Los partidarios de las fronteras afirman que la detención y la separación son necesarias para salvar a los inocentes de las legiones de voraces traficantes sexuales de niños. La amenaza implícita también se apoya en fundamentos capacitistas. Proteger a las infancias de daños (incapacitantes), sexuales o de otro tipo, es un imperativo moral primario sin parangón. Las infancias deben ser apartadas de sus seres queridos y enjauladas para su protección. Las narrativas racistas y de alto perfil sobre la esclavitud sexual, que a menudo demonizan a los padres que someterían a sus hijos a largos viajes migratorios, justifican la detención de un pequeño y su separación de los adultos.

Sin embargo, en el otro extremo del espectro político, quienes no apoyan las fronteras y los muros interminables también invocan a la «protección» y argumentan en contra de someter a las infancias al encarcelamiento. Las infancias no merecen estar entre rejas. Las imágenes de figuras pequeñas con monos naranjas de adulto, manos diminutas agarrando barrotes y el inminente daño sexual que siempre implica el encarcelamiento provocan que el público de la izquierda actúe. El apoyo público impulsó a algunos políticos a inspeccionar las prisiones, a protestar por las condiciones y también a organizarse para la vigilancia y la liberación. En estas narrativas, no como en momentos políticos anteriores, la «infancia» es un artefacto lo bastante fluido como para ser utilizado tanto para defender como para cuestionar la práctica del gobierno estadounidense de separación y detención de niños en la frontera. La percepción de la inocencia es siempre clave en estas movilizaciones. ¿Menos simpáticos? Los migrantes adultos que, claramente, no son inocentes y que simplemente pueden ser traficantes. Sin embargo, la perdurable figura retórica de la inocencia se enmascara en todas estas campañas para salvar a. la juventud —de daños sexuales o de los estragos del gobierno estadounidense—, lo que da como resultado la criminalización de facto de los adultos de sus vidas que, a menudo, son sus cuidadores.

En este contexto se borra la asimetría y la porosidad del vínculo entre la infancia y la inocencia. No solo la raza, el género, la capacidad, la sexualidad y otros factores han marcado siempre quién «cuenta» como niña, sino que dentro de esta categoría fluida de «infancia», la inocencia nunca se distribuye equitativamente. Mientras que las infancias de 15 años en la frontera pueden generar apoyo y protección, en las aulas y comunidades de todo EE. UU., las infancias de 15 años negros, con discapacidades o queer, por ejemplo, rara vez están imbuidos de inocencia alguna. También se esconde del escrutinio crítico en todas estas campañas para «salvar a la infancia» el actor clave responsable del daño: el Estado y sus armas clave, una frontera y legiones de fuerzas del orden. El niño —junto con todas las instituciones implicadas en la configuración de esta figura, incluidas las escuelas, las familias y los sistemas jurídicos penales juveniles— es una tecnología clave de un régimen carcelario siempre amplio y cambiante. Se acuñan nuevas formas de vigilancia para salvaguardar a las infancias y se requieren nuevas categorías de delitos para moldearlas y convertirlas en adultos apropiados (o para marcarlo indefinidamente como inalienable y menos que plenamente humano). Esta es una vieja historia. Sin embargo, el trabajo para cuestionar o reformar este aparato carcelario naturaliza e invoca, con demasiada frecuencia, los propios artefactos y tecnologías en forma de infancia, que reproducen y amplían las lógicas carcelarias centrales. En otras palabras, si los niños no pertenecen a las cárceles de inmigrantes, otros sí. Este es el enfoque reformista (o no abolicionista) que se apoya en el artefacto de la infancia y la inocencia.


La política capacitista de las infancias inocentes

La infancia nunca ha estado al alcance de todos. Pero para algunos, la infancia es un estatus eterno. Es el caso de (algunas, quizá la mayoría) las personas con etiquetas de discapacidad intelectual, que a menudo son percibidas (legal y culturalmente) como necesitadas de protección constante, como niñas eternas y sujetos vulnerables. (Esto tiene salvedades, por supuesto, como en la figura del discapacitado amenazador, especialmente sexualmente atrevido, normalmente un hombre).

Algunos podrían pensar que este estado de excepción permanente de ser percibido como una persona eternamente niña, inocente y vulnerable podría conducir a una mayor protección y a un menor encarcelamiento. Pero la categoría de eternamente vulnerable o parecido a un niño conlleva no solo la inocencia y los derechos conferidos a la infancia, sino también la privación de derechos y libertades concedidos a los adultos, como el voto, la paternidad, las libertades sexual y reproductiva y la libertad de movimiento, a menudo mediante el encarcelamiento o la institucionalización. Para muchas personas con discapacidades, y especialmente para las personas con discapacidades racializadas, el encarcelamiento no es una excepción, sino una realidad omnipresente o la amenaza «si no haces equis, acabarás en la institución, hogar de grupo o en la cárcel» (Ben-Moshe, 2013).

Tomemos, por ejemplo, la campaña exitosa de abolir la pena de muerte para las personas con etiquetas de discapacidad intelectual. En 2002, un caso del Tribunal Supremo (Atkins vs. Virginia) prohibió las ejecuciones estatales para quienes obtuvieran una puntuación inferior a un determinado umbral (normalmente 70) en una prueba de cociente intelectual porque, supuestamente, tenían el juicio de un niño.

Desgraciadamente, la patologización criminal racial se ejemplifica claramente en este intento de abolición para algunos, pero no para otros. En los años transcurridos desde la sentencia Atkins, como describe el jurista Robert Sanger, «algunos expertos de la fiscalía empezaron a utilizar los llamados ‘ajustes étnicos’ para elevar, artificialmente, las puntuaciones de CI (coeficientes intelectuales) de los acusados pertenecientes a minorías.» (Sanger, 2015, p. 87).

En otras palabras, dado que la patologización y la racialización están interrelacionadas con la inocencia versus la peligrosidad, la sentencia se utiliza no para mostrar el problema inherente al castigo corporal, sino para justificar, despejar el camino y, en última instancia, ejecutar a más personas racializadas con discapacidad.

Estas suposiciones sobre la capacidad de las personas o su proximidad a la infancia no se detienen en la puerta de la prisión y tienen graves consecuencias. Vincular la inocencia con una infancia (eterna) también resignifica nociones como «bajo cociente intelectual» y «enfermedad mental» como condiciones inherentes a las personas y no marcos normativos creados por el hombre para medir a las personas en relación con otras (las pruebas de cociente intelectual no miden la inteligencia; son pruebas estandarizadas que puntúan crudamente la capacidad de un individuo para rendir en pruebas estandarizadas sobre medidas verbales, matemáticas y espaciales). La inteligencia y el estado mental son términos culturalmente normativos y subjetivos, lo que Thomas Szasz denominó «metáforas» o «mitos» (Szasz, 1961).

La figura retórica de la inocencia subyace en muchas de estas campañas a favor de la llamada abolición (de la pena de muerte, del aislamiento o del encarcelamiento). Se parte del supuesto de que las personas con discapacidades psiquiátricas o intelectuales no sabían lo que hacían o estaban «fuera de sus cabales» o «no estaban en su sano juicio» y, por tanto, no hicieron «realmente» el daño (la defensa de la demencia, los tests de inteligencia).

Esta pendiente resbaladiza del discurso de la inocencia y la patologización de la infancia, puede movilizarse para proteger supuestamente a los discapacitados y locos de la carceralidad (aislamiento, ejecución), pero luego se utiliza para quitar derechos y libertades argumentando a favor del encarcelamiento por otros medios, como el encarcelamiento en instituciones psiquiátricas, la medicalización, la esterilización, etc.

Otro ejemplo de la movilización de la inocencia como vehículo de abolición en el contexto de la discapacidad es la exigencia de poner fin a ciertas prácticas de encarcelamiento (únicamente) para las poblaciones vulnerables. Por ejemplo, la campaña para abolir la práctica del aislamiento para personas con discapacidad psiquiátrica en EE. UU. se basó en el hecho de que el aislamiento agrava la enfermedad mental. Algunos también piden la abolición total de la práctica de confinar a las personas con discapacidad psiquiátrica e insisten en que se mejore la detección para evitar este tipo de encarcelamiento. Las alternativas propuestas son los tribunales de salud mental y la remisión a centros de tratamiento psiquiátrico y seguimiento.

Pero los encarcelados critican lo que denominan «muerte por encarcelamiento» (cadena perpetua sin libertad condicional) como una práctica brutal y bárbara (Kim et al., 2018). Ser enviado a un centro psiquiátrico o de «tratamiento» es también una forma de violencia estatal y es un aparato colonial (literalmente) que hunde sus raíces en las violentas prácticas asimilacionistas que se perfeccionaron con las infancias aborígenes que eran secuestradas de sus familias y llevadas para ser «rehabilitadas» en internados (Ross, 1998; Chapman, 2014).

Las nuevas formas de «tratamiento» obligatorio, como los psicofármacos o las órdenes de tratamiento comunitario, que permiten vivir fuera de la cárcel, no son percibidas por los psiquiatrizados como menos coercitivas (Fabris, 2011).

Al recapitular a este discurso racista capacitista de la inocencia y la protección eterna, la abolición parcial y las «alternativas» sugeridas al encarcelamiento, el aislamiento o la ejecución son también violencia carcelaria.

La inocencia, en este contexto como patología, garantiza formas de encarcelamiento aparentemente más benévolas, que pueden no tener ningún modo de libertad condicional y que legitiman tratamientos intrusivos y abusivos bajo la apariencia de cuidados.


(No)inocencia y patologías de raza/capacidad en la educación pública

Retrato semi perfil de Erica R. Meiners.
Erica R. Meiners

La patologización de la infancia a través de discursos de (no) inocencia en las intersecciones de raza, clase, género, sexualidad y discapacidad proliferan en espacios no identificados tradicionalmente como carcelarios.

Aquí, basándose en ideologías de patología criminal racial (Ben-Moshe, 2020), han sido sobre todo las escuelas públicas pobladas, sobre todo, por estudiantes racializados, con bajos ingresos o con discapacidades, las que se consideran patológicamente indisciplinadas y peligrosas (Anyon, 1997). En estas escuelas, en las que se presume que hay poca inocencia que alimentar y proteger, el alumnado aprende en edificios ruinosos recibiendo un plan de estudios por debajo del estándar en las condiciones más punitivas que desvían la trayectoria de sus vidas educativas hacia el conducto que va de la escuela a la cárcel (Adams y Erevelles, 2015).

Además, es especialmente preocupante el hecho de que parte del alumnado racializado, con bajos ingresos, reciba la controvertida etiqueta de discapacidad «trastorno emocional (TE)». Una etiqueta que, en lugar de permitir la prestación de servicios de apoyo en virtud de la Ley de Educación para Personas con Discapacidad y la legislación sobre derechos civiles de personas con discapacidad, justifica, en cambio, la segregación y la expulsión del alumnado de los contextos educativos públicos a espacios carcelarios alternativos.

La Sección 504 —ley discapacidad— tiene un alcance más amplio que la Ley de Educación para Personas con Discapacidades en su protección de los derechos civiles, porque cubre a estudiantes que pueden no estar clasificados bajo las 13 etiquetas específicas de discapacidad cubiertas por IDEA al reconocer deficiencias que son episódicas o que están en remisión, como el TE (Zirkel & Weathers, 2014).

Y lo que es más importante, la Sección 504 exige que el alumnado tenga acceso a servicios de apoyo dentro del plan de estudios de educación general en entornos inclusivos (Weber, 2010), como proporcionar más tiempo para la realización de pruebas y apoyos para el comportamiento en la propia aula.

Sin embargo, el alumnado blanco tiene más del doble de probabilidades de tener un plan 504 en comparación con el negro o latino (Zirkel y Weathers, 2014). Este acceso diferencial del alumnado negro y latino (con discapacidad) y el alumnado blanco (con discapacidad) a los planes también se traduce en resultados diferenciales. El alumnado blanco (con discapacidad) con planes 504 tiene el privilegio de recibir apoyo en contextos educativos inclusivos.

El alumnado negro o latino (con discapacidad) con problemas de comportamiento o emocionales, sin acceso a planes 504 rara vez experimenta apoyo en aulas inclusivas. Además, es patologizado a causa de sus comportamientos (no normativos) y, a menudo, es expulsado a entornos segregados similares a una prisión, como la escuela alternativa y el sistema de justicia juvenil (Erevelles, 2014).

Estas experiencias racialmente diferenciadas se centran en una práctica particular denominada revisión de la manifestación, que se utiliza para determinar si el comportamiento «inadecuado» del estudiante se manifiesta debido a su discapacidad o si ese comportamiento es simplemente una manifestación voluntaria del ‘yo’.

Como tal, la revisión de la manifestación determina si el estudiante es inocente de cualquier comportamiento inapropiado a causa de su discapacidad. Estas determinaciones de inocencia se ven afectadas por cómo se aplica la Sección 504 al alumnado que puede acogerse a esta protección.

Por ejemplo, Hill (2017) informa de que el alumnado negro de las escuelas K-12 tienen 3,8 veces más probabilidades que el alumnado blanco de recibir suspensiones fuera de la escuela, ser expulsado o remitido a las fuerzas del orden. Además, el alumnado con etiquetas TE (trastorno emocional), aunque representan solo el 12 % de la población estudiantil, representa más de una cuarta parte de estudiantes remitidos a las fuerzas del orden.

Esta lógica racista queda oculta por los llamados procedimientos de evaluación objetiva que determinan la elegibilidad del alumnado según la Sección 504 y, por tanto, su (no) inocencia en contextos educativos. Lo que se oculta es que estos procedimientos de evaluación constituyen al alumnado blanco (con discapacidad) y al alumnado negro (con discapacidad) como dos caras de la misma moneda unidas y, sin embargo, separadas por una lógica opresiva pero contradictoria. Según esta lógica contradictoria, al alumnado racializado se le deniega el derecho a la protección de la Sección 504 porque se les concibe como «naturalmente peligrosos» (Alexander, 2010), lo que pone en primer plano un peligroso determinismo biológico que está absurdamente redactado en un lenguaje de elección (es decir, que eligen actuar).

Por otro lado, la elegibilidad de un estudiante blanco para un plan 504 se justifica por tener una deficiencia «natural», desplegando también una forma diferente de determinismo biológico que está fuera del ámbito de la «elección» (es decir, no pueden evitar sus malas elecciones y, por tanto, son elegibles para la protección de la Sección 504).

Así pues, lo que se acaba de describir aquí es cómo el discurso de la inocencia impregnado de figuras retóricas racistas y capacitistas constituye la «brecha de la justicia». La «diferencia entre las necesidades legales civiles de la ciudadanía con bajos ingresos y los recursos disponibles para satisfacer sus necesidades» (Alexander, 2010).

Esta brecha de justicia es fundamental para la constitución del concepto de (no)inocencia, que sigue convirtiendo a los sujetos negros/marrones en patológicamente desviados cuando ponemos en primer plano cómo el capacitismo carcelario de la supremacía blanca explota la discapacidad a través de su patologización de las infancias racializadas y su afiliación a la categoría sociopolítica de la inocencia.


Abolición más allá de la inocencia

Aunque, quizá, sea más visible como táctica de movimiento en contextos de reforma jurídica penal, aquí sostenemos que la inocencia prolifera en otros espacios, en particular los vinculados a la infancia. La espesura de afectos que rodea a la figura del Niño hace que cuestionar la inocencia en estos espacios sea más tenso, a menudo peligroso. Incluso plantear la cuestión de la sexualidad infantil, por ejemplo, puede dar lugar a acusaciones de depredación.

El abolicionismo sigue oponiéndose al despliegue del artefacto de la inocencia en las campañas relacionadas con la criminalización selectiva. La inocencia es, quizá, la lógica reformista más persistente en juego, ya que funciona como telón de fondo para justificar la puesta en libertad de personas con condenas por delitos de drogas en el sistema federal, moviliza el movimiento en favor de la libertad bajo fianza e impulsa un trato diferenciado para algunas personas acusadas menores de 18 años.

En todos estos movimientos, como en muchos anteriores, la percepción de un resquicio de inocencia —el «delincuente no violento», la persona que aún no ha sido juzgada, el joven— hace factible la reforma y la campaña. Este es el problema de lo que Knopp et al. (1976) denominaron el modelo de desgaste. Desencarcelar a ciertas personas sigue reforzando las lógicas racistas de la normalidad de la supremacía blanca. La encarcelación se sigue percibiendo y manteniendo como viable y justificable, solo que no para quienes son inocentes o no deberían estar allí.

Sin embargo, el abolicionismo se ha ocupado menos de rastrear y abordar cómo una de las principales entidades que refuerzan las concepciones, a priori, de la inocencia —siempre de forma asimétrica— es la figura del niño y su vinculación a la capacidad racial; y, al mismo tiempo, cómo la producción de inocencia a través de esta figura da forma a la organización y las normas en los contextos jurídicos penales.

La inocencia hace posibles las nociones racializadas de capacidad y patologización de formas complicadas y, a menudo, contradictorias. Aquí se invoca la discapacidad como fuerza patologizadora naturalizada para justificar, a menudo, el encarcelamiento. Otras veces, la discapacidad como vulnerabilidad inocente se invoca para poner en primer plano la violencia del encarcelamiento y, al hacerlo, inspira acciones paternalistas que, una vez más, niegan la agencia al sujeto «inocente».

En cada uno de estos contextos, la discapacidad está llamada a desempeñar una labor retórica e ideológica que, sin embargo, resulta invisible e inmaterial por los marcos capacitistas propagados por el capitalismo carcelario. Así, cuando se invoca la discapacidad a través de la política de la inocencia, su presencia ausente en el capacitismo carcelario supremacista blanco sigue marcando los cuerpos (discapacitados) en las intersecciones de la diferencia como patológicamente peligrosos o como paternalistamente inocentes. Y, en ambos casos, lleva a las personas de las prisiones a instituciones, centros psiquiátricos y vigilancia de por vida, dejando intacta la brutal lógica del carcelarismo.

¿Podría darse el caso de que, para cuestionar la inocencia, tengamos que acabar con la infancia? En otras palabras, para construir la abolición, ¿tenemos entonces que acabar con el niño?

Hace más de una década, Lee Edelman criticó al Niño como «el telos del orden social» (Edelman, 2004, p. 11), y, por tanto, ordenado a ser el «beneficiario fantasmático de toda intervención política» (p. 3). Edelman rechazó este impulso coercitivo que afirma que no podemos concebir el futuro sin la figura del Niño. Nosotros hacemos un movimiento retórico similar, aunque en el que ponemos en primer plano cómo el discurso de la inocencia imbricado en la figura del niño traza con nitidez los límites tanto de la lógica carcelaria como de la abolicionista.

Aunque Edelman afirma que su noción del Niño no puede confundirse con las experiencias vividas reales de los «niños históricos» (p. 11), su argumento ha recibido el rechazo de estudiosos como el ya fallecido erudito queer de color, José Esteban Muñoz (2009), y la estudiosa feminista de los Estudios sobre la Discapacidad, Alison Kafer (2017). Ambos quienes afirman que no todos los futuros de los niños son fetichizados (fetichizables), protegidos o incluso imaginados.

De hecho, nuestro argumento en este capítulo delinea las formas en que la inocencia, cuando está imbricada en concepciones racializadas patologizadas de la infancia, sirve para perturbar tanto la reforma penitenciaria liberal como su contraparte más radical, las prácticas abolicionistas.

En última instancia, nuestro objetivo es poner en primer plano la labor retórica e ideológica que la discapacidad se ve obligada a realizar en las intersecciones del capacitismo carcelario supremacista blanco que produce una necropolítica mortal (Membe & Meintjes, 2003): ningún futuro en absoluto, ni siquiera en el horizonte de la abolición.